La era de la ginecocracia

La era de la ginecocracia

 Muchos libros en nuestro siglo se han escrito sobre la visión del mundo femenina, sobre la psicología femenina y el erotismo femenino. Muy pocos fueron escritos sobre los hombres. Y estos pocos estudios dejan una impresión bastante desoladora. Dos de ellos, escritos por conocidos sociólogos son especialmente sombríos: Paul Duval – “Hombres. El sexo en vías de extinción”, David Riseman – “El mito del hombre en América”. La multitud masculina de rostros variopintos no inspira optimismo. Al contemplar a la multitud masculina uno se entristece: “él”, “ello”, “ellos”… con sus discretos trajes, corbatas mal atadas… sus estereotipados movimientos y gestos están sometidos a la fatal estrategia de la más pulcra pesadilla. Tienen prisa porque “están ocupados”. ¿Ocupados en qué? En conseguir el dinero para sus hembras y los pequeños vampiros que están creciendo.

Son cobardes y por eso les gusta juntarse en manadas. Si prescindimos de las refinadas divagaciones, la cobardía no es más que una tendencia centrípeta, deseo de encontrar un centro seguro y estable. Los hombres tienen miedo de sus propias ideas, de los bandidos, de los jefes, de “la opinión pública”, de las arañas que se chupan el dinero y que lo dan. Pero las mujeres son las que más miedo les dan. “Ella” camina multicolor y bien centrada, su pecho vibra tentadoramente… y los ansiosos ojos siguen sus curvas, y la carne se rebela dolorosamente. Su frialdad – qué desgracia, su compasión erótica – ¡qué felicidad! “Ella” es la materia formada de manera atrayente en este mundo material, en el que vivimos solo una vez, “ella” – es una idea, un ídolo, sus emergentes encantos saltan de los carteles, portadas de revistas y pantallas. “Ella” es un bien concreto. El cuerpo femenino bonito cuesta caro, tal vez más barato que “La maja desnuda” de Goya, pero hay que pagarlo. Una prostituta cobra por horas, la amante o la esposa, naturalmente, piden mucho más. El lema del matrimonio estadounidense es sex for support. Las puertas del paraíso sexual se abren con la llavecita de oro. El cuerpo masculino sin cualificar y sin muscular no vale nada.

La realidad de la civilización burguesa

Aunque nos acusen de cargar las tintas, la situación sigue siendo triste. La igualdad, emancipación, feminismo son los síntomas del creciente dominio femenino, porque la “igualdad de los sexos” no es más que otro fantasma demagógico de turno. El hombre y la mujer debido a la marcada diferencia de su orientación están luchandopermanentemente de forma abierta o encubierta, y el carácter del ciclo histórico-social depende del dominio de uno u otro sexo. El hombre por naturaleza es centrípeto, se mueve de izquierda a derecha, hacia adelante, de abajo a arriba. En la mujer es todo al revés. El impulso “puramente masculino” es entregar y apartar, el impulso “puramente femenino” es quitar y conservar. Claro que se trata de impulsos muy esquemáticos, porque cada ser en mayor o menor medida es andrógino, pero está claro que de la ordenación y armonización de estos impulsos depende el bienestar del individuo en particular y de la sociedad en su conjunto, pero semejante armonía es imposible sin la activa irracionalidad del eje del ser, convencimiento intuitivo de la certeza del sistema de valores propios, la instintiva fe en lo acertado del camino propio. De otro modo la energía centrípeta o destrozará al hombre, o le obligará a buscar algún centro y punto de aplicación de sus fuerzas en el mundo exterior. Lo cual lleva a la destrucción de la individualidad y a la total pérdida de control del principio masculino propio. La energía erótica en vez de activar y templar el cuerpo, como ocurre en un organismo normal, comienza a dictar al cuerpo sus propias condiciones vitales.

La androginia del ser está provocada por la presencia femenina en la estructura psicosomática masculina. La “mujer oculta” se manifiesta en el nivel anímico y espiritual como el principio regulador que sujeta o el ideal estrellado del “cielo interior”. El hombre debe mantener la fidelidad hacia esta “bella dama”, la aventura amorosa es la búsqueda de su equivalente terrenal. En el caso contrario estará cometiendo una infidelidad cardinal, existencial.

¿Pero de qué estamos hablando?

Del amor.

La mayoría de los hombres actuales pensarán que se trata de tonterías románticas, que solo valen cuando se habla de los trovadores y caballeros. Oigan, nos dirán, todos nosotros – mujeres y hombres – vivimos en un mundo cruel y tecnificado en condiciones de lucha y competencia. Todos por igual dependemos de estas duras realidades, y en este sentido se puede hablar de la igualdad de los sexos. En cuanto a la dependencia del sexo, sabrá que en todos los tiempos ha habido obsesos y erotómanos. En efecto, las mujeres ahora juegan mucho mayor papel, pero no es suficiente para hablar de no se sabe qué “matriarcado”.

Ciertamente, no se puede hablar del “matriarcado” en la actualidad en el sentido estricto. Según Bachofen, el matriarcado es más bien un concepto jurídico, relacionado con el “derecho de las madres”. Pero perfectamente podemos ocuparnos de la ginecocracia, del dominio de la mujer, debido a la orientación eminentemente femenina de la Historia Moderna. Aquí está la definición de Bachofen:

“El ser ginecocrático es el naturalismo ordenado, el predominio de lo material, la supremacía del desarrollo físico”

J.J. Bachofen. Mutterrecht, 1926, p. 118

Nadie podrá negar el éxito de la Época Moderna en este sentido. A lo largo de los últimos dos siglos en la psicología humana se ha producido un cambio fundamental. De entrada a la naturaleza masculina le son antipáticas las categorías existenciales tales como “la propiedad” y el tiempo en el sentido de “duración”. El carácter centrípeto, explosivo del falicismo exige instantes y “segundos” que están fuera de la “duración”, que no se componen en “duración”. El destino ideal del hombre es avanzar hacia adelante, superar la pesadez terrenal, buscar y conquistar nuevos horizontes del ser, despreciando su vida, si por vida se entiende la existencia homogénea, rutinaria, prolongada en el tiempo. Los valores masculinos son el desinterés, la bondad, el honor, la interpretación celestial de la belleza. Desde este punto de vista, “Lord Jim” de Joseph Conrad es casi la última novela europea sobre un “hombre de verdad”. Jim, simple marinero, ofendido en su honor, no lo puede perdonar, ni superar. Por eso el autor le concedió el título, porque el honor es el privilegio y el valor de la nobleza. El justo y el caballero errante son los auténticos hombres.

Podrán replicar: si todos se ponen a hacer de Quijote o a hablar con los pájaros ¿en qué se convertirá la sociedad humana? Es difícil contestar a esta pregunta, pero es fácil observar en qué se convertiría dicha sociedad sin San Francisco y sin Don Quijote. Don Quijote es mucho más necesario para la sociedad que una docena de consorcios automovilísticos.

La civilización burguesa es medio civilización, es un sinsentido. Para crear la civilización hacen falta los esfuerzos conjuntos de los cuatro estamentos.

Decimos: centralización, centrípeto. Sin embargo no es nada fácil definir el concepto “centro”. El centro puede ser estático o errante, manifestado o no, se puede amarlo u odiarlo, se puede saber de él, o sospechar, o presentirlo con la sutilísima y engañosa antena de la intuición. Es posible haber vivido la vida sin tener ni idea acerca del centro de la existencia propia. Se trata del paradójico e inmóvil móvil de Aristóteles. En el centro coinciden las fuerzas centrífugas y las centrípetas. Cuando una de ellas apaga a la otra el sistema o explota o se detiene en una muerte gélida. Es evidente: lo incognoscible del centro garantiza su centralidad, porque el centro percibido y explicado siempre se arriesga a trasladarse hacia la periferia. De ahí la conclusión: el centro permanente no se puede conocer, hay que creer en él. Por eso Dios, honor, bien, belleza son centros permanentes. Es la condición principal de la actividad masculina dirigida, radial.

En los dos primeros estamentos – el sacerdotal y el de la nobleza – la actividad masculina, entendida de esta forma, domina sobre la femenina. Y únicamente con la posición normal, es decir alta, de estos estamentos se crea la civilización, en todo caso la civilización patriarcal. El burgués reconoce los valores ideales nominalmente, pero prefiere las virtudes más prácticas: el honor se sustituye por la honradez, la justicia por la decencia, el valor por el riesgo razonable. En el burgués la energía centrífuga está sometida a la centrípeta, pero el centro no se encuentra dentro de la esfera de su individualidad, el centro hay que afirmarlo en algún lugar del mundo exterior para convertirse en su satélite. La tendencia de “entregar y apartar” en este caso es posible como una maniobra táctica de la tendencia de “quitar, conservar, adquirir, aumentar”.

Después de la revolución burguesa francesa y la fundación de los estados unidos norteamericanos vino el derrumbe definitivo de la civilización patriarcal. La rebelión de La Vendée, seguramente, fue la última llamarada del fuego sagrado. En el siglo XIX el principio masculino se desperdigó por el mundo orientado hacia lo material, haciéndose notar en el dandismo, en las corrientes artísticas, en el pensamiento filosófico independiente, en las aventuras de los exploradores de los países desconocidos. Pero sus representantes, naturalmente, no podían detener el progreso positivista. La sociedad expresaba la admiración por sus libros, cuadros y hazañas, pero los veía con bastante suspicacia. Marx y Freud contribuyeron bastante al triunfo de la ginecocracia materialista. El primero proclamó la tendencia al bienestar económico como la principal fuerza motriz de la historia, mientras que el segundo expresó la duda global acerca de la salud psíquica de aquellas personas, cuyos intereses espirituales no sirven al “bien común”. Los portadores del auténtico principio masculino paulatinamente se convirtieron en los “hombres sobrantes” al estilo de algunos protagonistas de la literatura rusa. “Wozu ein Dichter?” (¿Para qué el poeta?) – preguntaba Hölderlin con ironía todavía a principios del siglo XIX. Ciertamente ¿para qué hacen falta en una sociedad pragmática los soñadores, los inventores de espejismos, de las doctrinas peligrosas y demás maestros de la presencia inquietante? Gotfied Benn reflejó la situación con exactitud en su maravilloso ensayo “Palas Atenea”:

“… representantes de un sexo que se está muriendo, útiles tan solo en su calidad de copartícipes en la apertura de las puertas del nacimiento… Ellos intentan conquistar la autonomía con sus sistemas, sus ilusiones negativas o contradictorias – todos estos lamas, budas, reyes divinos, santos y salvadores, quienes en realidad nunca han salvado a nadie, ni a nada – todos estos hombres trágicos, solitarios, ajenos a lo material, sordos ante la secreta llamada de la madre-tierra, lúgubres caminantes… En los estados de alta organización social, en los estados de duras alas, donde todo acaba en la normalidad con el apareamiento, los odian y toleran tan solo hasta que llegue el momento”.

Los estados de los insectos, sociedades de abejas y termitas están perfectamente organizados para los seres que “solo viven una vez”. La civilización occidental muy exitosamente se dirige hacia semejante orden ideal y en este sentido representa un episodio bastante raro en la historia. Es difícil encontrar en el pasado abarcable una formación humana, afianzada sobre las bases del ateísmo y una construcción estrictamente material del universo. Aquí no importa qué es lo que se coloca exactamente como la piedra angular: el materialismo vulgar o el materialismo dialéctico o los procesos microfísicos paradójicos. Cuando la religión se reduce al moralismo, cuando la alegría del ser se reduce a una decena de primitivos “placeres”, por los que además hay que pagar ni se sabe cuánto, cuando la muerte física aparece como “el final del todo” ¿acaso se puede hablar del impulso irracional y de la sublimación? Por eso en los años veinte Max Scheler ha desarrollado su conocida tesis sobre la “resublimación” como una de las principales tendencias del siglo. Según Scheler la joven generación ya no desea, a la manera de sus padres y abuelos, gastar las fuerzas en las improductivas búsquedas del absoluto: continuas especulaciones intelectuales exigen demasiada energía vital, que es mucho más práctico utilizar para la mejora de las condiciones concretas corporales, financieras y demás. Los hombres actuales ansían la ingenuidad, despreocupación, deporte, desean prolongar la juventud. El famoso filósofo Scheler, al parecer, saludaba semejante tendencia. ¡Si viera en lo que se ha convertido ahora este joven y empeñado en rejuvenecerse rebaño y de paso contemplara en lo que se ha convertido el deporte y otros entretenimientos saludables!

Y además.

¿Acaso la sublimación se reduce a las especulaciones intelectuales? ¿Acaso el impulso hacia adelante y hacia lo alto se reduce a los saltos de longitud y de altitud? La sublimación no se realiza en los minutos del buen estado de humor y no se acaba con la flojera. Tampoco es el éxtasis. Es un trabajo permanente y dinámico del alma para ampliar la percepción y transformar el cuerpo, es el conocimiento del mundo y de los mundos, atormentado aprendizaje del alpinismo celestial. Y además se trata de un proceso natural.

Si un hombre tiene miedo, rehúye o ni siquiera reconoce la llamada de la sublimación, es que, propiamente, no puede llamarse hombre, es decir un ser con un sistema irracional de valores marcadamente pronunciado. Incluso con la barba canosa o los bíceps imponentes seguirá siendo un niño, que depende totalmente de los caprichos de la “gran madre”. Obligando el espíritu a resolver los problemas pragmáticos, agotando el alma con la vanidad y la lascivia, siempre se arrastrará hasta sus rodillas buscando la consolación, los ánimos y el cariño.

Pero la “gran madre” no es en absoluto la amorosa Eva patriarcal, carne de la carne del hombre, es la siniestra creación de la eterna oscuridad, pariente próxima del caos primordial, no creado: bajo el nombre de Afrodita Pandemos envenena la sangre masculina con la pesadilla sexual, con el nombre de Cibeles le amenaza con la castración, la locura y le arrastra al suicidio. Algunos se preguntarán ¿qué relación tiene toda esta mitología con el conocimiento racional y ateísta? La más directa. El ateísmo no es más que una forma de teología negativa, asimilada de manera poco crítica o incluso inconsciente. El ateo cree ingenuamente en el poder total de la razón como instrumento fálico, capaz de penetrar hasta donde se quiera en las profundidades de la “madre-naturaleza”. Sucesivamente admirando la “sorprendente armonía que reina en la naturaleza” e indignándose ante las “fuerzas elementales, ciegas de la naturaleza” es como un niño mimado que quiere recibir de ella todo sin dar nada a cambio. Aunque últimamente, asustado ante las catástrofes ecológicas y la perspectiva de ser trasladado en un futuro próximo a las hospitalarias superficies de otros planetas, apela a la compasión y el humanismo.

Pero el “sol de la razón” no es más que el fuego fatuo del pantano y el instrumento fálico no es más que un juguete en las depredadoras manos de la “gran madre”. No se debe acercar al principio femenino que crea y que también mata con la misma intensidad. “Dama Natura” exige mantener la distancia y la veneración. Lo entendían bien nuestros patriarcales antepasados, teniendo cuidado de no inventar el automóvil, ni la bomba atómica, que ponían en los caminos la imagen del dios Término y escribían en las columnas de Hércules “non plus ultra”.

El espíritu se despierta en el hombre bruscamente y este proceso es duro, – esta es la tesis principal de Erich Neumann, un original seguidor de Jung, en su “Historia de la aparición de la conciencia”. El mundo orientado ginecocráticamente odia estas manifestaciones y procura acabar con ellas utilizando diferentes métodos. Lo que en la época moderna se entiende por “espiritualidad”, destaca por sus características específicamente femeninas: hacen falta memoria, erudición, conocimientos serios, profundos, un estudio pormenorizado del material – en una palabra, todo lo que se puede conseguir en las bibliotecas, archivos, museos, donde, cual si fuera el baúl de la vieja, se guardan todas las bagatelas. Si alguien se rebela contra semejante espiritualidad, siempre podrán acusarlo de ligereza, superficialidad, diletantismo, aventurerismo – características esencialmente masculinas. De aquí los degradantes compromisos y el miedo del individuo ante las leyes ginecocráticas del mundo exterior, que la psicología profunda en general y Erich Neumann en particular denominan el “miedo ante la castración”. “Tendencia a resistir, – escribe Erich Neumann, – el miedo ante la “gran madre”, miedo ante la castración son los primeros síntomas del rumbo centrípeto tomado y de la autoformación”. Y continúa:

“La superación del miedo ante la castración es el primer éxito en la superación del dominio de la materia”.

Erich Neumann. Urspruggeschichte des Bewusstseins, Munchen, 1975, p. 83

Ahora, en la era de la ginecocracia, semejante concepción constituye en verdad un acto heroico. Pero el “auténtico hombre” no tiene otro camino. Leamos unas líneas de Gotfried Benn del ya citado ensayo:

“De los procesos históricos y materiales sin sentido surge la nueva realidad, creada por la exigencia del paradigma eidético, segunda realidad, elaborada por la acción de la decisión intelectual. No existe el camino de retorno. Rezos a Ishtar, retournons a la grand mere, invocaciones al reino de la madre, entronización de Gretchen sobre Nietzsche – todo es inútil: no volveremos al estado natural”.

¿Es así?

Por un lado: conocimiento dulce, embriagador: sus vibraciones, movimientos gráciles, zonas erógenas… paraíso sexual.

Por el otro:

“Atenas, nacida de la sien de Zeus, de ojos azules, resplandeciente armadura, diosa nacida sin madre. Palas – la alegría del combate y la destrucción, cabeza de Medusa en su escudo, sobre su cabeza el lúgubre pájaro nocturno; retrocede un poco y de golpe levanta la gigantesca piedra que servía de linde – contra Marte, quien está del lado de Troya, de Helena… Palas, siempre con su casco, no fecundada, diosa sin hijos, fría y solitaria”.

1 de enero de 1999.

* Evgueni Golovín (1938-2010) fue un genio inclasificable. Situado completamente fuera del mundo actual, cuya legitimidad rechazaba de plano. “Quien camina contra el día no debe temer a la noche” – era su lema vital. Profundo conocedor de alquimia y de tradición hermética europea, también era especialista en los “autores malditos” franceses, románticos y expresionistas alemanes, traductor de libros de escritores europeos cuya obra está catalogada como “de la presencia inquietante”. Su identificación con el mundo pagano griego llegó al punto de que algunos que le conocieron íntimamente llegaron a definirlo como “Divinidad” (para empezar por el principio, Golovín aprendió el griego a los 16 años y comenzó con la lectura de Homero). En los años 60 del siglo pasado se convirtió en la figura más carismática de la llamada “clandestinidad mística moscovita”, conocido como “Almirante” (de la flotilla hermética, formada por los “místicos”). Fue el primero en la URSS en difundir la obra de autores tradicionalistas como Guénon y Évola. Ya en los años 90 y 2000 redactó la revista Splendor Solis, publicó varios libros y una recopilación de sus poemas. Veía con recelo las doctrinas orientales que consideraba poco adecuadas para el hombre europeo. Y, sobre todo, nunca buscó el centro de gravedad del ser en el mundo exterior. En su “navegación” sin fin siempre se mantuvo firmemente anclado a su interiore terra. El encuentro con Evgueni Golovín, en distintas etapas de sus vidas, fue decisivo para la formación de futuras figuras clave en la vida intelectual rusa como Geidar Dzhemal o Alexandr Duguin

Fuente: Poistine.com

(Traducido del ruso por Arturo Marián Llanos)

http://paginatransversal.wordpress.com/2013/10/06/la-era-de-la-ginecocra...