Mundialización: el futuro pertenece a los rebeldes

Mundialización: el futuro pertenece a los rebeldes

– La mundialización ha sido, incontestablemente, el hecho dominante de este último decenio. Y una característica demasiado poco señalada es que su advenimiento no ha venido precedido por una guerra entre Estados, no ha resultado de una nueva realidad impuesta por las armas, tal y como había ocurrido casi siempre en el pasado cada vez que aparecía un nuevo “nomos de la tierra”. Tampoco ha sido consecuencia de una decisión política concertada. Por último, sería igualmente vano ver en ella el resultado de un “complot”, según tienden siempre a creer los adeptos del conspiracionismo. No hay conspiración. La mundialización se ha hecho posible por la coincidencia del desplome del sistema soviético y de la expansión cada vez mayor de fuerzas impersonales (económicas, financieras, tecnológicas) situadas a la vez muy lejos y muy por encima de las instancias clásicas de decisión. Esas fuerzas funcionan por sí mismas, bajo el efecto de su propia dinámica. Y es eso lo que las hace irresistibles.

La mundialización no es sólo global, sino también instantánea. Al igual que la información, los mercados financieros funcionan en “tiempo cero”: se saltan las fronteras y declaran abolida la duración. “El tiempo mundial –escribe Paul Virilio- es el presente único que sustituye al pasado y al futuro”. Las identidades colectivas y las especificidades culturales se convierten así en otros tantos obstáculos que hay que erradicar. La primera consecuencia de la mundialización es, pues, la homogeneización creciente de los modos de vida. Por todas partes vemos los mismos productos, los mismos espectáculos, las mismas construcciones arquitectónicas, los mismos mensajes publicitarios, las mismas marcas. La mundialización generaliza el reino de lo Mismo. Y por supuesto, este impulso suscita, como efecto de retorno, fragmentaciones inéditas. Provoca resistencias que, por desgracia, con frecuencia caen en el exceso inverso y adoptan formas patológicas alimentando crispaciones patrioteras, irredentismos convulsivos e intolerantes. Benjamin Barber ha resumido la situación con una fórmula: el enfrentamiento entre “Djihad” y “McWorld”.

Pero la mundialización no se reduce a la homogeneización de las culturas ni a la instantaneidad de los modos de transmisión. Tampoco se limita a la americanización, aunque haya permitido a los Estados Unidos afirmarse en el mundo con más fuerza que ninguna otra potencia en la historia de la humanidad. La mundialización, que entraña un basculamiento de un género nuevo en la historia, corresponde a la emergencia de un estadio cualitativamente nuevo de la evolución social, al mismo tiempo que constituye la ideología de ese cambio. Hace nacer una “suprasociedad planetaria” (Alexander Zinoviev) cuyos actores, estructuras e influencia sobrepasan ampliamente a pueblos y naciones. Occidente, que es su hogar original, ya no es tampoco un conglomerado de países y de Estados, sino una forma de organización social superior que tiende a recubrirlo todo tras haber convertido a todo a su propio modelo. “Si Occidente –escribe Zinoviev- tiende a unificar a la humanidad en un solo agregado global, no es por ningún ideal abstracto, sino porque esa es una condición necesaria para la formación y la supervivencia de la supracivilización occidental. Para mantenerse en el estadio que ha alcanzado, necesita que su marco de vida sea el planeta entero y todos los recursos de la humanidad” (1). Semejante forma de organización social representa el apogeo de la racionalización y del despliegue del mundo. Todo se convierte en medio para un sistema que no conoce fines.

La historia, por definición, está siempre abierta. Pero al menos podemos intentar discernir, en el marco de esta mundialización que forma su telón de fondo, cuáles son las grandes tendencias que mejor caracterizan a nuestra época y que con toda posibilidad se van a acentuar en este principio del siglo XXI.

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